Han Nefkens es un coleccionista atípico.
‘Socializante’. No guarda; cede su obra a los museos. De su lucha contra el
sida y la afasia que le paralizó ha renacido un hombre totalmente nuevo,
consciente de que merece más la pena compartir.
Al holandés errante que es Han
Nefkens resulta muy fácil encontrarle. Solo un mar es para él punto de partida
y retorno: el Mediterráneo. Allí llegó, hasta Niza, cuando tenía 19 años en
busca de luz y gente en la calle. Allí ha atracado desde hace años en otro
puerto, el de Barcelona, donde disfruta a fondo y tranquilo de su tercera vida…
Publicado en EL PAÍS
SEMANAL 15/04/2012
Artículo de Jesús Ruiz Mantilla. Fotografía de Jordi Adrià.
Porque a Han Nefkens (Rotterdam, 1954) se le puede considerar
sobre todo un superviviente. Un superviviente a quien las circunstancias han
llevado también a convertirse en un generoso coleccionista de arte, mecenas
literario, impulsor de proyectos de moda, escritor –nunca abandonó su vocación
periodística– y viajero. Un superviviente que ha luchado contra el virus del
sida desde 1987 y contra una afasia y una encefalitis que casi acaba con su
vida hace 10 años y que le obligó forzosamente a renacer.
Renacer en su caso parece la palabra justa. El virus le atacó el
cerebro y le dejó absolutamente paralizado. En tres meses no sabía comer, no
podía andar, hablar, no conocía a nadie ni se reconocía a sí mismo. Lo cuenta
en
Tiempo prestado, un libro autobiográfico publicado por Ediciones
Alfabia, donde Nefkens relata esa experiencia límite que le convirtió en
alguien diferente, ajeno a sí mismo.
Coleccionar, abordar proyectos artísticos, le ha salvado después de muchos
escollos vitales. Ha dado sentido a casi todo. Pero no coleccionar por
acaparar, sino para compartir. “Fascinado con el arte, le propuse a un amigo
director de un museo qué podía hacer para contribuir a él de manera original.
Quería establecer un lazo efectivo entre los creadores y el público”, comenta
Nefkens en la Fundación Joan Miró de Barcelona, donde ha donado una obra de
Pipilotti Rist. “Si la legas, yo la admito en depósito, me dijo”. Y así comenzó
su tarea de mecenazgo socializante. “El coleccionismo es un mito, como querer
plantar un árbol en tu jardín y creer que es tuyo; siempre pertenecerá al orden
natural de la misma manera que una creación artística lo es de la sociedad a
quien va dirigida”. La primera obra que compró también era de Pipilotti Rist:
54, se titulaba. Y fue el comienzo de un trabajo coherente que le ha llevado a
ahondar en una línea de obsesiones constantes: “Algo que es común a todas ellas
es su fuerza contenida, pero también busco una poética, una luz, un retrato de
la ausencia, que no de la muerte, porque en el fondo creo que toda obra de arte
es una rebelión contra la muerte”, comenta Nefkens. Con estos y otros rasgos,
el holandés –que este año fue reconocido en Arco con el premio al coleccionista
internacional– ha reunido obra de Rist, pero también de Sam Taylor-wood, Bill
Viola, Shirin Neshat, Jeff Wall, Félix González Torres…
“El coleccionismo es un
mito, como querer plantar un árbol en tu jardín y creer que es tuyo”
Siempre quiso salir de Holanda. “Lo mismo que mucha gente no encaja en su propio cuerpo, yo nunca
encajé en mi país”, asegura. “Quería vivir en un lugar con palmeras, sol y las
calles de bote en bote, buscaba un ambiente más abierto, color”. Ese deseo de
huir le obligó a recalar en el sur de Francia primero, como Van Gogh; después,
en Estados Unidos y en México, donde halló a Felipe, el amor de su vida, y
ahora, en Barcelona.
México
le abofeteó y le acarició a partes iguales con sus jaranas, sus tragedias y sus
tonos chillones. Allí fue donde vivió a tope y donde un mal día, sin ser muy
consciente de lo que le decían, le diagnosticaron sida: “Un 19 de noviembre de
1987, a las siete de la tarde… me dieron el papel y lo abrí yo mismo en plena
calle. Decía positivo; estaba tan confuso que no supe si eso era bueno o malo”.
Hay
impactos que no se olvidan. Más en aquellos tiempos, cuando esa noticia
implicaba la muerte: “Yo tuve mucha suerte, las medicaciones me fueron salvando
hasta que en 1996 aparecieron fármacos que convertían la enfermedad en algo
crónico, en parte de ti”.
Era la época del miedo, el
desconocimiento y la incomprensión. La época de la máxima incertidumbre y la
espera del milagro. “Muchos de quienes contrajeron el virus conmigo no llegaron
a contarlo. Además, debía acostumbrarme a convivir con preguntas muy incómodas:
¿Moriré? ¿Me despedirán? Obviamente, todo se me hizo mucho más fácil al sentir
la comprensión en el trabajo y en mi familia, aunque para ellos aquella palabra
equivalía a sentencia de muerte. Por entonces yo era corresponsal en México”.
Las
sensaciones fuertes no quedan nada diluidas en la memoria, se aferran allí,
apalancadas en alguna esquina del cerebro y la piel, fieramente ancladas con el
recuerdo de los traumas: “Era como contemplar en el cine un tráiler de una
película que está por estrenarse cuando en realidad tú ya estás viviendo esa
película”.
Venció
con el tiempo todos esos reveses. Pero lo mismo le vinieron otros. Una
complicación y una infección en el cerebro acabaron con un Han y de nuevo la
fortuna y una medicación adecuada en un hospital de Holanda, donde le internaron
al sentir los síntomas, dieron luz a otro Han. “Del primero no me acuerdo, si
me esforzara por volver a saber cómo era lo lograría, pero no me interesa”.
Prefiere
quedarse con el de ahora. Mucho más filósofo, más reflexivo, más tranquilo.
“Mucho más consciente de la fragilidad del ser humano, pero también, y
precisamente por eso, de su fuerza”. El nuevo Han prefiere cancelar sus
compromisos a cambio de dar un largo paseo con su perra. El nuevo Han sabe que
todo lo que pueda vivir en el momento no lo debe dejar para después.
“Volver
a aprenderlo todo tras la afasia tiene sus partes buenas. Como la sensación de
ser virgen.”
Quizá
todo eso le venga de haberse visto obligado a redoblar esfuerzos. “Volver a
aprender a hablar, a comer, a caminar es un fastidio, pero tiene sus partes
buenas”. ¿Cómo cuáles? “La sensación de que ciertas cosas que ya conoces las
haces por primera vez. La sensación de ser virgen…”.
Es posible que no sea un matiz en el que todo
aquel que haya pasado por dicha experiencia cae. Pero en sí conlleva una fuerza
tremenda. Virgen al volver a probar una tarta Sacher, virgen al saborear un
plato de lechuga sencillamente aliñada con aceite, vinagre y sal. “¿Quién tiene
en su vida la oportunidad de experimentar por segunda vez algo por primera vez?”,
se pregunta en Tiempo prestado. Virgen al hacer el amor. “Fue más fácil que
aprender a caminar de nuevo, quizá porque estaba tumbado y no había motivo para
temer una caída”, cuenta Nefkens. Envidiable y paradójico, consciente de haber
hallado un motor placentero en la sinuosa y no siempre certera tarea de
reconstruirse.
Superó
muchos desequilibrios. “Era extremo en todo. Me enfrenté al desequilibrio y al
desenfreno absoluto. Hacía lo que me daba la gana; si me quería comer tres
trozos de tarta, me los comía, y si me quería comprar seis camisas, las
compraba. Me costó aprender el raciocinio, la normalidad”. Muchas de esas
sensaciones doblegadas ahora le hacen sentirse a menudo invencible. Si compara
su relación con ambas enfermedades, encuentra que el sida se ha apoderado de él
de forma abstracta y los descalabros de la encefalitis fueron algo mucho más
concreto. Eso le ha conducido al arrojo.
“No sé
si me siento capaz de todo, pero lo intento”. Formar una colección arriesgada,
otorgar becas literarias para jóvenes –como la que acaba de poner en marcha con
Alfabia Ediciones y la Pompeu i Fabra–, seguir escribiendo… “Puedo hacerlo,
tengo los medios, ¿por qué no lanzarme?”. Y él mismo da la respuesta. La
fortuna familiar de un heredero de padre arquitecto y constructor se lo
permite. Aunque lo hace con la conciencia clara de que todo puede terminar de
repente: “Aun así, me iré con la sensación de perseguir mis deseos, nunca me
arrepentiré de nada de lo que he hecho, nunca dejé nada para después”.
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